Era un día de carnaval, íbamos siete en la moto aquella siesta, salvo el que manejaba, casi todos llevábamos bombas de agua en ambas manos para lanzárselas a alguna desprevenida curvilínea que hubiera tenido la desafortunada idea de caminar por las calles a esa hora.
Sentado casi al final del asiento con los talones apenas apoyados en la horquilla, justo vimos una chica y la artillería motorizada lanzó una avalancha de bombas, pero el esfuerzo desestabilizó la moto que zigzagueó y fue a parar al suelo desparramando a sus pasajeros, los rayos de la rueda trasera agarraron mi talón produciéndome una profunda herida, catorce rayos de acero se cortaron y de mi pié que había perdido el zapato, salía un chorro de sangre. Mis amigos espantados por la escena escaparon en todas direcciones dejándome tirado en el suelo con la moto a varios metros.
Rápidamente me puse de pié y saltando con la pierna sana levanté la moto, la empujé para que arrancara, no pudiendo montarla me senté en ella y de contramano, con los rayos cortados golpeando el cuadro y la rueda deformada apenas si pude llegar a la clínica Virgen del Valle. Entré saltando en un pié hasta que dos médicos me pusieron en una camilla y una inyección comenzó a desvanecerme alcanzando a oír que quizás debieran amputarme el pié.
A consecuencia de este accidente decidieron alejarme de la moto enviándome a estudiar a Catamarca donde anduve vendado y curando diariamente la herida desde marzo hasta septiembre de 1961, me alojaba en el hotel Suma Huasi que era muy distinto a lo que es ahora. Casi inmovilizado no me quedaba más remedio que estudiar, eximiéndome en todas las materias de 4º año. Ya en una pensión de la calle Rojas, me iba tan bien que decidí emular a mis primos, los mellizos Navarro que unos años antes habían rendido libre 5º año. Comencé a prepararme pero habiendo contratado a diferentes profesoras que vivían en lugares distantes, le envié varias cartas a mi padre con el buen anuncio pero pidiéndole a la vez que me enviara un Jeep para poder desplazarme hacia las casas de los profesores.
El Jeep no llegaba hasta que un día alguien dejó un mensaje en la pensión de que pasara a retirar “algo” que me enviaba mi padre, invité a todos mis compañeros a ir a buscar el Jeep, una vez en la dirección anotada, en un garaje justo había un Jeep flamante y mientras llamaba a la puerta para que me dieran las llaves, mis amigos se habían acomodado en los asientos. De pronto salió el dueño de casa quien a los gritos hizo bajar a todos del vehículo y cuando le expliqué que yo era el hijo de don Humberto que me había mandado un Jeep, el hombre al escucharme exclamó ¿un Jeep?, tu papá te mandó esto y mientras lo decía sacaba una bicicleta negra embalada.
Fue tal la frustración que me negué a llevarme la bicicleta, al fin mis compañeros cargaron con ella, no la usé nunca y dejé de prepararme para rendir 5º año libre.
Cuando cursaba tercer año en Tinogasta era bajito, el primero de la fila, algunos de mis compañeros que eran altos me decían “Pipío” en alusión a un pollito personaje de una revista para chicos. En Catamarca crecí tan rápidamente que en el primer año me estiré 20 cm y en 5º año llegué a medir 1,87 m, a mi regreso a Tinogasta me acercaba a alguno de mis ex compañeros y les decía al oído, ”..como era eso de Pipío che...” pero esta vez debían mirar para arriba.
Pasé dos años hermosos en esta bella ciudad, el esplendor de la adolescencia me sorprendió transitando calles impregnadas de perfumes de azahar y bellas mujeres, mi corazón juvenil quedaba prendado de estos ángeles celestiales a veces inalcanzables y a veces, fuentes inagotables del mágico elixir del amor.
Si tuviera que contar las anécdotas vividas en Catamarca debería llenar todo un blog, pero solo contaré la última. El aula de 5º año estaba separada del resto del Colegio Nacional, más cerca de la calle Maipú que la entrada por Sarmiento. Con unos compañeros descubrimos un gran laboratorio de química abandonado, logramos entrar y al ver la cantidad de frascos conteniendo todo tipo de substancias, recordé las picardías que hacíamos en Buenos Aires cuando comprábamos en una farmacia clorato de potasio y en otra barras de azufre para que no se dieran cuenta de nuestras intenciones, molíamos el azufre, lo mezclábamos con el clorato de potasio y lo poníamos entre dos chapitas de gaseosa unidas por una cinta adhesiva, luego la poníamos en las vías del tranvía y cuando éste pasaba explotaban con gran estruendo. Tan extendida era esta práctica que los conductores llevaban un palo colgado adelante para ir sacando todas las chapitas que lograban ver.
Quise reproducir estas explosiones sin ánimo de dañar a nadie y menos las instalaciones, pero desafortunadamente nos excedimos en la cantidad de pólvora preparada, la habíamos puesto sobre el piso y arriba una piedra, lanzamos una segunda piedra contra la primera y la explosión fue tan fuerte que ésta rebotó y pegó en el techo de un museo de ciencias naturales también abandonado, a la vez que tembló todo el colegio y la onda expansiva sacudió varias manzanas a la redonda.
Como consecuencia del “experimento” se presentó de inmediato en el aula el vicerrector salido de quicio a preguntar quienes fueron los autores del “atentado”, nadie hablaba y cuando la amenaza involucró a todo el curso decidí entregarme, pero lo hice solo, en medio del silencio cobarde de los otros involucrados.
¡Mándese a mudar inmediatamente! atronaba el árabe una y otra vez, haciendo arcos en el suelo con su dedo índice. Me exoneraron de todos los colegios del país, pero la intervención oportuna de un gran hombre, don Armando Z.. (y no porque me salvara) sino por su trayectoria de vida impecable que lo hacía uno de los ciudadanos más respetados de Catamarca, logró convencer al rector para que me reincorporara. Hasta muchos años después este inefable amigo que tanto aprecié, siguió dándome invalorables consejos, de gran utilidad en la vida agitada que me esperaba.
Al recibirme y ya de regreso a Tinogasta, el auto en que viajaba chocó en la Cébila con un camión, mientras esperábamos un auxilio fui con un compañero hasta una barranca de unos 3 m de profundidad. En el fondo preparé una nueva carga de pólvora, esta vez reforzada con carbón mineral. Desde el borde de la barranca lancé una piedra sobre la otra que tapaba la carga explosiva pero esta vez la piedra retrocedió con tal fuerza que pasó entre mi cabeza y la mano elevándose a gran altura cayendo sobre un cerro. El estruendo sacudió toda la zona pero la piedra me había rozado la palma de la mano en la base del pulgar que se llenó de puntos con sangre y el dolor era tan agudo que tuvieron que parar un vehículo para que me llevaran de urgencia a un hospital de Aimogasta.
El destino intervenía con una advertencia por enésima vez, tenía 18 años, lo que pasó después dejaría éstas anécdotas como cuentos para niños.
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