jueves, 31 de julio de 2008

44 - El cine Los Andes

En cada escena graciosa, un murmullo decoroso de risas recorría la sala, después una pausa y entonces detonaba la carcajada potente y contagiosa, de don Perfecto Sesto, originando una réplica de risas de todo el público, mucho más sonoras que antes. Las filas de butacas, a ambos lados del pasillo no estaban fijadas al piso pero unidas entre si por tablones, los movimientos producidos por los embates de cuerpos hilarantes sacudían las filas y las butacas parecían una montura en el lomo de un potro salvaje, mientras la atención en la película se dispersaba en la algarabía de la sala que sin excepción, siempre resultaba más interesante que la película.

Uno de sus dueños, Ardizi tenía sus picardías, un día estaba en la boletería, siendo la película en blanco y negro como casi todas las de la época, llegó nuestro inefable amigo Toto Crifasi, pero Ardizi le cobró la entrada más cara que a los demás por lo que inquirió efusivo una explicación, a lo que Ardizi le contestó: ”es porque vos la ves en colores”.. en alusión a los ojos verdes de Toto poco frecuentes en el pueblo.

Una vez trajeron una película de cowbois tridimensional, para verla daban unos anteojos de cartulina con un celofán verde y otro rojo, sin estos anteojos las imágenes eran muy borrosas pero una vez puestos, las imágenes aparecían tan vívidas que en una escena, cuando una caballería de indios se abalanzaban hacia el público arrojando lanzas, nosotros las esquivábamos con tanta fuerza que terminábamos pegándonos terribles cabezazos con los vecinos de butaca.

Era famosa una pareja de veteranos que siempre estaban solos porque nadie quería sentarse cerca de ellos, la esposa leía en voz alta los subtítulos ya que don Atilio no sabía leer, pero él agregaba jugosos comentarios y lo que era peor, anticipaba lo que vendría según su frondosa imaginación. En las películas de amor apenas se informaba de los personajes anunciaba las deslealtades que se producirían.

Había muchas personas que se posesionaban de tal manera con lo que estaban viendo, que pronto tomaban partido por alguno de los actores y olvidaban su papel de espectadores. Una señora famosa por su recio carácter, dueña de una bodegón, acostumbrada a disciplinar borrachos a trompada limpia, había ido a ver una película de acción, de pronto tras una dura pelea donde el héroe no terminaba de derrotar al contrincante y ésta señora habiéndolo ayudado desde su butaca con gritos y trompadas al aire, optó por ser más explícita de cómo debía vencer al oponente, golpeando enfurecida al espectador de al lado gritando “ así...así... pegale así...”.

El cine tenía platea y pullman donde iban personas buscando ahorrar en la entrada, una noche un muchacho de gruesos anteojos, para ganar ubicación en primera fila, saltaba por sobre los respaldos de los bancos hasta que sin detenerse a tiempo, pisó la baranda del pullman pasando de largo y cayendo estrepitosamente sobre una persona que estaba en la platea, al recuperarse del estrago el hombre mayor descubre que la bolsa de papas que le cayó en la cabeza era su propio sobrino por lo que lo sacó corriendo hasta la vereda.

La gente de “saco y corbata” que abundaba en la época, iba al cine los domingos. Recuerdo la técnica que tenía mi padre para saber si una película sería de su agrado: les pagaba la entrada a las empleadas domésticas que trabajaban en la casa generalmente chicas jóvenes y al día siguiente mientras le daban unos mates les preguntaba que les pareció la película, si la empleada le decía que la película era muy linda y que se divirtió mucho, le manifestaba su satisfacción pero optaba esa semana por la lectura, en cambio si le decían que la película era muy aburrida, se ponía su traje y se iba al cine en la seguridad que vería una buena película para gente adulta.

Este cine estaba a metros de la plaza principal en la calle 25 de Mayo, concurríamos a él durante nuestra niñez y nuestra adolescencia, etapas en las que el tiempo avanza lentamente, de ahí que pareciera que durara siglos, cuando para la década de los 70 se había trasladado a un nuevo y moderno edificio frente a la plaza. Sin embargo el cine continuó en manos de nuestro amigo de “La Barra” Faruk Cabur quien competía con el nuevo cine dando maratónicos continuados, con varias películas por día.

De esta forma se agrega una pincelada más que ilustra la vida en los pueblitos del interior antes de la llegada de la televisión, sirve para entender un modo de vida en el que todos eran protagonistas sin distinguir claramente si la aventura y las emociones estaban en la pantalla o en la sala.

miércoles, 30 de julio de 2008

43 - La casa solitaria

Hubo unos días libres, estudiaba en Catamarca y decidí pasarlos en Tinogasta, al llegar no había nadie en la casa paterna, al verme doña Raquel que vivía en frente, me dijo que mi padre había viajado y que le dejó las llaves de la casa por cualquier cosa. Pero no tenía dinero y él tardaría varios días en volver, tomé la decisión de irme en la moto a la finca Istataco a 75 Km., recordando que algunos años antes pagaba mis penitencias en esa casa y cuando las muchachas me abandonaban, doña Felisa que vivía a unos pocos kilómetros me daba de comer.

Llegué a media noche a la casa solitaria en medio del campo, que estaba deshabitada desde hacía varios años, el viento hacía rugir las ramas de algarrobos cercanos y al no haber luna, la oscuridad era profunda. Advertí que no tenía llaves para entrar pero tomé una pinza y alambre que siempre tenía en la caja de herramientas de la moto. Preparé una especie de ganzúa pero me costó casi una hora abrir la puerta de la cocina. Adentro encontré una vela pero las puertas interiores también estaban con llave, logré acceder al pasillo que conducía a los dormitorios pero repentinamente apareció una víbora que se enrolló en el piso de mosaico para saltar, le lancé una patada con tal suerte que le reventé la cabeza con un fuerte crujir de huesos.

Cuando quise abrir la puerta de un dormitorio estaba también con llave, con un poco de sebo pegué la vela cerca de la víbora muerta y comencé por tercera vez con la ganzúa hasta que por fin logré desechar la llave, tome la vela con mi mano izquierda y al abrir la puerta quedé atónito pues una figura humana que tenía también una vela en su mano derecha me observaba con ojos desorbitados desde el interior de la habitación. El estremecimiento derivó en parálisis, no se cuanto duró aquel momento, ambos estábamos rígidos, aterrorizados, ninguno quería hacer el próximo movimiento. No había nada razonable que pudiera explicar este suceso espeluznante, cuando el corazón volvió a latir, moví los ojos tratando de buscar un escape pero el hombre estaba demasiado cerca, tan solo girar le daría tiempo a alcanzarme.

Cuando comencé a apartarme el hombre también se movió hacia atrás, entonces intenté recuperar el control y evaluando nuevamente la escena, comprendí que estaba frente a un espejo. Salir del susto me produjo una sensación de cansancio, entré tembloroso a la habitación, los últimos moradores habían cambiado la posición de un gran ropero y la puerta con un espejo del mismo tamaño quedó abierta, al entrar vi mi propia imagen. Había sido una noche larga, dormí intranquilo.

42 - Catamarca

Era un día de carnaval, íbamos siete en la moto aquella siesta, salvo el que manejaba, casi todos llevábamos bombas de agua en ambas manos para lanzárselas a alguna desprevenida curvilínea que hubiera tenido la desafortunada idea de caminar por las calles a esa hora.

Sentado casi al final del asiento con los talones apenas apoyados en la horquilla, justo vimos una chica y la artillería motorizada lanzó una avalancha de bombas, pero el esfuerzo desestabilizó la moto que zigzagueó y fue a parar al suelo desparramando a sus pasajeros, los rayos de la rueda trasera agarraron mi talón produciéndome una profunda herida, catorce rayos de acero se cortaron y de mi pié que había perdido el zapato, salía un chorro de sangre. Mis amigos espantados por la escena escaparon en todas direcciones dejándome tirado en el suelo con la moto a varios metros.

Rápidamente me puse de pié y saltando con la pierna sana levanté la moto, la empujé para que arrancara, no pudiendo montarla me senté en ella y de contramano, con los rayos cortados golpeando el cuadro y la rueda deformada apenas si pude llegar a la clínica Virgen del Valle. Entré saltando en un pié hasta que dos médicos me pusieron en una camilla y una inyección comenzó a desvanecerme alcanzando a oír que quizás debieran amputarme el pié.

A consecuencia de este accidente decidieron alejarme de la moto enviándome a estudiar a Catamarca donde anduve vendado y curando diariamente la herida desde marzo hasta septiembre de 1961, me alojaba en el hotel Suma Huasi que era muy distinto a lo que es ahora. Casi inmovilizado no me quedaba más remedio que estudiar, eximiéndome en todas las materias de 4º año. Ya en una pensión de la calle Rojas, me iba tan bien que decidí emular a mis primos, los mellizos Navarro que unos años antes habían rendido libre 5º año. Comencé a prepararme pero habiendo contratado a diferentes profesoras que vivían en lugares distantes, le envié varias cartas a mi padre con el buen anuncio pero pidiéndole a la vez que me enviara un Jeep para poder desplazarme hacia las casas de los profesores.

El Jeep no llegaba hasta que un día alguien dejó un mensaje en la pensión de que pasara a retirar “algo” que me enviaba mi padre, invité a todos mis compañeros a ir a buscar el Jeep, una vez en la dirección anotada, en un garaje justo había un Jeep flamante y mientras llamaba a la puerta para que me dieran las llaves, mis amigos se habían acomodado en los asientos. De pronto salió el dueño de casa quien a los gritos hizo bajar a todos del vehículo y cuando le expliqué que yo era el hijo de don Humberto que me había mandado un Jeep, el hombre al escucharme exclamó ¿un Jeep?, tu papá te mandó esto y mientras lo decía sacaba una bicicleta negra embalada.

Fue tal la frustración que me negué a llevarme la bicicleta, al fin mis compañeros cargaron con ella, no la usé nunca y dejé de prepararme para rendir 5º año libre.

Cuando cursaba tercer año en Tinogasta era bajito, el primero de la fila, algunos de mis compañeros que eran altos me decían “Pipío” en alusión a un pollito personaje de una revista para chicos. En Catamarca crecí tan rápidamente que en el primer año me estiré 20 cm y en 5º año llegué a medir 1,87 m, a mi regreso a Tinogasta me acercaba a alguno de mis ex compañeros y les decía al oído, ”..como era eso de Pipío che...” pero esta vez debían mirar para arriba.

Pasé dos años hermosos en esta bella ciudad, el esplendor de la adolescencia me sorprendió transitando calles impregnadas de perfumes de azahar y bellas mujeres, mi corazón juvenil quedaba prendado de estos ángeles celestiales a veces inalcanzables y a veces, fuentes inagotables del mágico elixir del amor.

Si tuviera que contar las anécdotas vividas en Catamarca debería llenar todo un blog, pero solo contaré la última. El aula de 5º año estaba separada del resto del Colegio Nacional, más cerca de la calle Maipú que la entrada por Sarmiento. Con unos compañeros descubrimos un gran laboratorio de química abandonado, logramos entrar y al ver la cantidad de frascos conteniendo todo tipo de substancias, recordé las picardías que hacíamos en Buenos Aires cuando comprábamos en una farmacia clorato de potasio y en otra barras de azufre para que no se dieran cuenta de nuestras intenciones, molíamos el azufre, lo mezclábamos con el clorato de potasio y lo poníamos entre dos chapitas de gaseosa unidas por una cinta adhesiva, luego la poníamos en las vías del tranvía y cuando éste pasaba explotaban con gran estruendo. Tan extendida era esta práctica que los conductores llevaban un palo colgado adelante para ir sacando todas las chapitas que lograban ver.

Quise reproducir estas explosiones sin ánimo de dañar a nadie y menos las instalaciones, pero desafortunadamente nos excedimos en la cantidad de pólvora preparada, la habíamos puesto sobre el piso y arriba una piedra, lanzamos una segunda piedra contra la primera y la explosión fue tan fuerte que ésta rebotó y pegó en el techo de un museo de ciencias naturales también abandonado, a la vez que tembló todo el colegio y la onda expansiva sacudió varias manzanas a la redonda.

Como consecuencia del “experimento” se presentó de inmediato en el aula el vicerrector salido de quicio a preguntar quienes fueron los autores del “atentado”, nadie hablaba y cuando la amenaza involucró a todo el curso decidí entregarme, pero lo hice solo, en medio del silencio cobarde de los otros involucrados.

¡Mándese a mudar inmediatamente! atronaba el árabe una y otra vez, haciendo arcos en el suelo con su dedo índice. Me exoneraron de todos los colegios del país, pero la intervención oportuna de un gran hombre, don Armando Z.. (y no porque me salvara) sino por su trayectoria de vida impecable que lo hacía uno de los ciudadanos más respetados de Catamarca, logró convencer al rector para que me reincorporara. Hasta muchos años después este inefable amigo que tanto aprecié, siguió dándome invalorables consejos, de gran utilidad en la vida agitada que me esperaba.

Al recibirme y ya de regreso a Tinogasta, el auto en que viajaba chocó en la Cébila con un camión, mientras esperábamos un auxilio fui con un compañero hasta una barranca de unos 3 m de profundidad. En el fondo preparé una nueva carga de pólvora, esta vez reforzada con carbón mineral. Desde el borde de la barranca lancé una piedra sobre la otra que tapaba la carga explosiva pero esta vez la piedra retrocedió con tal fuerza que pasó entre mi cabeza y la mano elevándose a gran altura cayendo sobre un cerro. El estruendo sacudió toda la zona pero la piedra me había rozado la palma de la mano en la base del pulgar que se llenó de puntos con sangre y el dolor era tan agudo que tuvieron que parar un vehículo para que me llevaran de urgencia a un hospital de Aimogasta.

El destino intervenía con una advertencia por enésima vez, tenía 18 años, lo que pasó después dejaría éstas anécdotas como cuentos para niños.