Veníamos en la moto de San José, un pueblo recostado sobre un cerro de granito viejo, habíamos ido a pasar unos días, a probar suerte con nuestras medias llenas de bolillas, no encontramos gente joven como nosotros para jugar y nos dejamos atrapar como chorlitos por un par de viejas setentonas, flacas, altas y muy astutas.
Vestían largas polleras oscuras, casi negras, para nuestros cortos 16 años, parecían figuras espectrales que nos miraban desde lo alto. Una de ellas pronto dibujo una círculo en la tierra bajo el enorme eucalipto que daba sombra a toda la calle de entrada al pueblo. El desafío, cuando se aceptaba en aquellos tiempos, era un asunto de honor, comenzamos a poner nuestras bolillas en el círculo , el juego se llamaba “la porra” y las viejas pusieron las de ellas, trazamos una raya a la distancia reglamentaria y tiramos nuestras “teras” para ver cual quedaba más cerca, la proximidad a la raya marcaba el orden de entrada al juego, el que estaba más cerca comenzaba la partida.
“Tincaba” uno por vez tratando de sacar alguna bolilla fuera del círculo, si lo conseguía no solo ganaba esa bolilla sino daba el derecho a seguir tirando a otras bolillas hasta que fallara en alguna; se entiende entonces que la técnica era impactar en el medio a la bolilla para que la tera quedara “bailando”, clavada en el lugar cerca de las otras, de tal forma de asegurar nuevos tiros cortos y precisos. Pero entonces venían los gritos, verdadero diccionario de sentencias que quien las pronunciaba primero, se acogía a leyes estrictas por las que uno podía invalidar el tiro del otro, por ejemplo diciendo: “carambola no vale”, significando que si sacaba una bolita del circulo pero la tera tocaba otra bolilla se anulaba el tiro y seguía el siguiente.
A la noche, íbamos a comer algo y a dormir en la casa de una tías de Marcos, que nos trataban como a hijos. Pero al día siguiente amaneció con amenaza de zonda, la luz llegaba distinta, no era la caricia cálida de los días de alegría y jolgorio, aquella luz anunciaba un día triste, de encierro, de malestar. Nos miramos como preguntándonos que hacer, pronto sacamos nuestras medias comprobando que la de ambos estaban casi vacías, las viejas nos habían “cupilado” que quería decir que nos habían ganado casi todas.
Comimos algo al medio día y ya el viento zonda comenzó a arreciar, se golpeaban las puertas y las ventanas, las ramas crujían y en aquella época el viento zonda solía correr varios días. Decidimos volver a Tinogasta; entonces no había asfalto, salimos hasta la ruta y emprendimos raudamente el regreso, no llevábamos casco ni anteojos y la tierra que se levantaba no dejaba ver bien el camino.
Ya en la “vista larga” cerca de donde es hoy la pista de aterrizaje, la tierra no dejaba mirar hacia delante, pero faltaba poco para llegar y aceleré la moto a toda velocidad. De pronto vi un camión dibujarse entre la tierra, estaba frente nuestro, veníamos por el medio de la ruta y ya no había tiempo para esquivarlo, alcancé a ver que en el portaequipaje iban algunas personas que se agachaban ante el impacto inminente. Era el fin, fue el fin.
Pero nada sentimos, fue como si atravesáramos el camión, con una sensación indescriptible, volví la mirada hacia atrás y una nube de tierra se alejaba vertiginosamente de nosotros llevándose el camión mientras nosotros entrábamos en un día claro y calmo, miré hacia adelante y comprendí que algo tremendo e indescriptible había ocurrido, no podía articular palabras ni pensamientos, miré con recelo el escenario y comprobé que ya era un incipiente atardecer. Lo dejé a mi amigo en su casa y seguí pasmado hacia la mía.
Muchos años pasaron hasta tener alguna pista de lo que había sucedido aquel día, cuando comencé a leer sobre los caminos múltiples, el experimento de la doble rendija de Young, las teorías de Richard Feynman , los multiversos, y lo que fue más importante, cuando dejé de temer de hablar de aquel increíble hecho y empecé a cantárselo a mis interlocutores, de entre los escépticos, comenzaron a aparecer personajes que vivieron experiencias parecidas, sin saberlo aquella mañana había cambiado de universo y el corrimiento en la hora parecía característico de estos acontecimientos.
Un día mi esposa me preguntó ¿entonces yo estoy casada con un muerto?, no le expliqué, en este universo yo no he muerto, porque el que nace en alfa llega a omega por cualquiera de los caminos posibles, en el otro sí, el universo que dejé siguió sin mí y vaya a saber en aquel que suerte tuviste tu.
1 comentario:
Excelente el cuento, siempre leo sus comentarios y anecdotas, sorprendido por su aguda forma de escribir y relatar desde Tinogasta...Supongo que no debe ser fácil tener esa claridad del panorama general desde tan pequeña (aunque no tanto) localidad...Yo nací y me crié en Medanitos, al norte de Tinogasta...Hasta que vine a Cordoba a Estudiar y nunca mas regrese, je.Un saludo desde acá. Amado Quintar
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