domingo, 18 de mayo de 2008

37 - El motociclismo

La ansiedad crecía con los minutos que se hacían eternos, era una carrera contra el tiempo que jugaban las campanas de la iglesia para anunciar el año nuevo de 1960 y la bocina de la locomotora del tren anunciando su llegada al pueblo. Pero ¿cuál era el motivo de tanta ansiedad? Sabíamos que en aquel tren llegarían nuestras motocicletas, las que ganamos en buena ley a nuestro padre cuando apostamos, mi hermano y yo a que pasaríamos de año en el secundario eximiéndonos en todas las materias sin llevar ninguna a marzo.

Casi simultáneamente con las campanadas se escuchó llegar el tren y exigimos desaforados que fuéramos a la estación a retirarlas, solo la comprensión de nuestra euforia pudo convencer al jefe de la estación, don Brizuela, que nos la entregara a esas horas de la madrugada, mi padre alquiló un camión que llevó las motos a nuestra casa. Las bajaron en la calle y de inmediato saqué mi Zanella Ceccatto de su embalaje y corrí por las calles de Tinogasta estrenando una nueva vida, una sensación de felicidad y libertad indescriptibles, que duraría los mejores diez años que recuerde. Esa noche no me acosté, prendí una vela y me quedé contemplando la moto a la espera del alba para poder salir a retozar del viento, sentir el perfume de las damas de noche que flotaban hasta el amanecer, dueño de la magia de los campos y de las montañas de mi querido Tinogasta.

Siendo muy pocos los de mi edad que tuvieran moto, me acerqué a un círculo de motociclistas bastante mayores, que me obligaron a adelantarme a mis recientes 15 años. Es así como me hice amigo de Tirso Irazu, un excelente mecánico con el que pronto entré al mundo de las competencias motociclísticas. Tirso a su vez era guitarrista y cantor de un conjunto folclórico, “Los Abauqueños” junto a los hermanos Veco y Tuco Chanampa, el “flaco” Campos y otros que eran excelentes y viajaban a presentaciones en festivales en otros pueblos.

Un día se organizó la primera carrera de motos en la localidad de Santa Rosa y un señor apodado “El Bulla” Carrizo, que tenía una moto CBS me la ofreció para que la corriera, Irazu la “preparó” para competir con varias motos de la escudería del alemán Guillermo Cron. Como participé activamente como “ayudante” de Tirso, quien me enseñaba los secretos de su oficio terminé pasando durante años días y días en su taller .

Llegó el día de la gran carrera, participaban numerosas motos, entre ellas una pequeña pilotada por un personaje del pueblo “Pincho” Blanco, hombre “viejo” comparado con el resto. Tirso me había dado la instrucción precisa de no abusar de la potencia de la CBS ya que despertaría sospechas de que la “preparación” estuviera fuera de lo reglamentario. Largamos y mi moto tomó de inmediato la punta y embargado por la emoción corrí a toda furia entre el estruendo de unas 30 rugientes máquinas. Cuando comprobé que le había sacado más de una cuadra al segundo quedé estupefacto cuando vi en una de las vueltas del circuito, que Pincho Blanco iba delante mío, sin analizar lo sorprendente del caso aceleré para pasarlo pero varias vueltas más adelante nuevamente estaba delante mío lo que me decidió a ponerme a máxima potencia hasta el final de la carrera. Cuando me bajaron la bandera a cuadras había sacado siete cuadras de ventaja al segundo.

Al dar por finalizada la carrera se armó un tremendo lío porque Krohn pidió que mi moto vaya a parque cerrado para abrir el motor y determinar si hubo retoques fuera de reglamento. A esto Tirso dijo que si le abrían la moto que él había preparado exigiría que abrieran también las siete preparadas por Krohn, donde se notaría que todas tenían “cruce de lumbreras” pero las de él estaban mal hechos. Parece que esto disuadió a Krohn y me dieron ganador de la primera carrera de motos de Tinogasta.

A la noche hubo un baile con entrega de premios, cuando me dieron la copa fui hasta la mesa de mi escudería pero Tirso me la llenó de Champagne y me pidió que la llevase a la mesa de Krohn y les invitare. Tuve que atravesar toda la pista bajo la mirada de la numerosa concurrencia, pero cual fue mi sorpresa cuando Krohn me rechazó la invitación y con las orejas rojas de vergüenza tuve que volver con la copa llena a mi mesa.

Posteriormente participé en decenas de carreras y como espectáculo final me paraba sobre el asiento extendiendo los brazos frente al palco de las autoridades, Tirso también comenzó a hacer espectáculos al final de las carreras con una Gilera 500 pero subiéndose al tanque de combustible. Al tiempo yo también me subía al tanque pero Tirso para no ser menos, comenzó a subirse sobre el manubrio de su pesada moto cosa que admito jamás me animé a hacer.

Aclaro que Pincho Blanco, que participaba solamente para agregar humor a la carrera cortaba el circuito por la mitad y esa era la razón por la cual aparecía delante mío.

domingo, 4 de mayo de 2008

36 - Recuerdos de la infancia

Mi hermano y yo nacimos en Buenos Aires, donde pasamos parte de nuestra niñez con el afecto de nuestra familia materna. Aún vivía nuestra abuela, la única que conocimos y Rosa era nuestra segunda madre. Todos los años íbamos a visitarlas.

En Buenos Aires con nuestra tía Rosa


En “Istataco”, Medanitos, Tinogasta, Catamarca


En el capítulo “La finca Istataco”, se insinuó la vida “espléndida” que tuvimos en ese escenario amplio y diverso, con enormes bosques de algarrobos, un río ancho, lleno de vegas, lagunas y pantanos, poblado por variadas aves: patos, teros, garzas y sus campos poblados de zorros, liebres y quirquinchos, atraían a muchos cazadores, había cantidad de caballos, bueyes, ovejas, cerdos, en fin todos los animales domésticos. Pero también estaban los salvajes, centenares de burros , caballos, mulas que se habían hecho cimarrones, vivían en esas enormes vegas con sus pezuñas enruladas como tirabuzones.

Gran cantidad de obreros trabajando en las viñas, en los alfalfares, cosechando y trillando semilla de alfalfa, hortalizas, chacras; había un aserradero que producía parquet de algarrobo, una caldera a vapor que movía las maquinarias, tocaba un fuerte pito a las mañanas para llamar los obreros al trabajo.

Un enorme camión GMC de tres diferenciales y diez ruedas acarreaba los grandes troncos de algarrobo por entre médanos gigantescos, abasteciendo el aserradero donde se fabricaba el parquet.

Cada uno de nosotros tenía su caballo, con monturas de cow boys , recuerdo a mi querido “Centella”, teníamos ponys , perros, el mío se llamaba “Pucho” y el de Quique “Pompi” y lo que fue más insólito: teníamos sendas guaridas en el bosque, la de Quique se llamaba “Guarrañau” y la mía “San Salvador”.

Al cumplir 5 años, mi madre que era maestra comenzó a enseñarnos en Istataco, pero como asistir a la escuela era obligatorio y varias veces se presentó la policía para averiguar por que no concurríamos, ella les mostraba los certificados en los que rendíamos como alumnos “libres” en Buenos Aires. Pero como esta situación no duraría mucho, decidieron trasladarse a Tinogasta para que fuéramos a una mejor escuela.

Recién llegábamos a la nueva casita en el fondo de un terreno en Tinogasta, mis padres habían dejado un amplio espacio adelante, donde después construyeron una casa más amplia. Había una higuera a orillas de una acequia que pasaba por los frentes donde solo algunas casas tenían veredas. Las acequias recorrían casi todas las calles del pueblo y en cada esquina los “sifones” permitían el paso del agua de riego por tubos subterráneos, no había asfalto ni cordones, transcurría el año 1953.

Enrique 8 años y César 7, recién llegados a Tinogasta en la casita del “fondo” en Copiapó 361

Es así que Enrique con 8 años ingresa por primera vez en la escuela Adolfo P. Carranza de Tinogasta, directamente a tercer grado y yo a segundo, iniciábamos la tercera fase de nuestra agitada infancia.

No olvidaré aquella primera mañana, me sentía un extraño, no lograba aceptar que mi mundo se hubiera reducido de tal modo a ese pequeño terreno en un pueblito de gente desconocida, para colmo unos chicos que pasaban por el lugar, estando bajo la sombra de la higuera me vieron y me comenzaron a insultar, seguramente les habré contestado algo porque me tiraron un hondazo que me pegó en la panza produciéndome un gran dolor. Veníamos de vivir en un paraíso propio, un paraje que por más que la recorríamos nunca pudimos terminar de conocerlo, ni después de grandes, con todo lo que hicimos, pudimos conocer más que una parte de ese escenario único.

Discutimos esa mañana con unos chicos de al lado separados por un alambrado, Mario y Chito Gómez, pero pronto nos hicimos amigos inseparables y compartimos muchos años de aventuras. En frente vivían varios personajes, Don Gregorio Carrizo (Don “Goyo”) tenía un caserón con una vereda muy alta donde un caballo que ataban a un árbol, dormía la siesta apoyando la cabeza en la vereda. Era una pensión que dirigía su buena y trabajadora esposa doña Ester.

En frente, más al sur había otro “Mario”, su casa tenía también una vereda alta, un día fuimos a conversar con él colgando nuestras piernitas de la vereda, cuando apareció de pronto el padre, don Ramón Carrizo, empleado de correo, quien nos increpó diciendo: no, no, no... esta vereda es para chicos peronistas así que ustedes a ver si se van a su casa....

Otro personaje alegre y dicharachero era Aldo Carrizo a quien llamaban “el Manshana”, un empleado de vialidad que andaba en una bicicleta, era hijo de don “Goyo”. Por las noches se juntaba a hablar en altas voces con otro personaje de la cuadra de apellido Cerda, en la esquina de Copiapó y Uriburu y se reían con carcajadas tan sonoras y graciosas que se escucharían en todo el pueblo.

La luz se apagaba a la una de la madrugada y el pueblo se sumergía en el silencio bajo un límpido cielo; pero el silencio, pronto daba paso a los cantores de serenatas. ¡OH! si volvieran aquellas vivencias, eran como espíritus que salían de la sombra, melodías encantadas que se confundían con las estrellas, todo era tan dulce y distinto, tan humano ...

Por la misma vereda hacia el norte, vivían los Cantaruti, dos hermanos eran nuestros amigos; el terreno de la casa daba a la parte de atrás de un cine en construcción de don Santos Saris que tenía dos ventanas abiertas. Todavía se ve el profundo desgaste de los ladrillos de ambas ventanas de tanto que saltábamos hacia los salones donde realizábamos todo tipo de pillerías, en el lugar estaban instaladas las máquinas de proyección.

Había numerosos grupos que jugábamos a las bolillas. ¡Que tiempos aquellos! El bullicio y la algarabía cuando jugábamos a la “porra”, al “triángulo” al “ojito” o al “hoyito” bajo la gran mora que separaba nuestra casa de la de los vecinos Reinoso. Términos como “anchera”, “canfirola me vale” o el temido “capito me vale” eran parte del nutrido vocabulario que se imponía cuando alguno sacaba desafiante su media con bolillas, que intentaría llenarla “cupilando” a los demás. Las “Piedras”, la “poshi piedra”, las “huesas” eran las que se apostaban y las “teras” y los “rulis” las que se “tincaban”; apostar la “tera” era el fin, el último recurso.

Cuando observo a los niños actuales jugar en soledad con máquinas electrónicas, pienso en la suerte que tuvimos los de nuestra generación de haber pasado nuestra infancia en aquel tiempo emocionante, rebosante de vivencias, de participación, de protagonismo, el alma humana desplegando todos sus sentimientos a cada instante, en fin volviendo a casa como dice Ernesto Sábato, habiendo vivido un día completo.

Pero esta tercera etapa de nuestra infancia iba a durar poco, después de hacer 2º y 3º grado en Tinogasta nos llevaron nuevamente a Buenos Aires, esta vez a un internado de curas rigurosos: el colegio San José, era un enorme y prestigioso colegio que ocupaba una manzana, de donde habían salido muchas de las grandes figuras de la historia argentina, fue para nosotros una gran tristeza ver que nuestro mundo cada vez se hacía más pequeño, ahora solo contábamos con una cama donde nos abrazaríamos a los recuerdos de nuestra tierna infancia, en un enorme dormitorio que compartíamos con niños desconocidos.


En 4º grado colegio San José de Buenos Aires ¿cuál es el autor?

Estaba en este colegio cuando se desencadenó el bombardeo a Plaza de Mayo unos meses antes de la caída de Perón a quien conocí personalmente en uno de los desfiles escolares en dicha plaza.

Nos exigieron dejar el colegio y nos llevaron a la casa de una tía en la calle Uriburu. Desde un balcón, veía a los aviones a reacción Gloster Meteor de la Marina como abrían unas escotillas en la panza y lanzaban las bombas que caerían en Plaza de Mayo, al rato pasaban camionetas repletas de cadáveres y heridos. Esa noche simpatizantes peronistas quemaron varias iglesias de Buenos Aires incluyendo la Curia Metropolitana.

Tres meses después vivimos la Revolución Libertadora que merecería todo un capítulo contar por las increíbles cosas que vimos y que nos pasaron.

Al año siguiente fuimos al colegio San Miguel en la calle Larrea donde fui compañero del hijo del Presidente de la República, Pedro Eugenio Aramburu, él también se llamaba Pedro, pero al poco tiempo se fue posiblemente porque el padre ocupó la quinta presidencial de olivos.


La primera comunión en el colegio Del Salvador (observen algunos niños de smoking) ¿Cuál es César y cual Enrique?

Pocos años vividos y demasiadas caras conocidas auguraban una existencia turbulenta, más adelante el destino mostraría todo su rigor, quedando estas anécdotas como episodios de poca importancia.

Al volver en las vacaciones ya estaba terminada la nueva casa en Copiapó 361 (Foto actual)